EMIRO BRAVO Y EL DRIVE IN CARANTANTA

Entre el trabajo y la risa, un espacio para la vida

Escrito por: Guillermo León Martínez Pino

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En una esquina irregular de la autopista norte, en los linderos que dividen la ciudad monástica de la noctámbula y pagana, se ubica el Drive in Carantanta, cuyo nombre es una entremezcla de un vocablo inglés fundido con uno autóctono—ancestral; este último, en lengua indígena significa «pan duro» y constituye el pegado sobrante que se adhiere a paila, en el proceso de elaboración de la masa con la que se hacen las tortillas.

El propietario es Emiro Bravo, su personalidad es una entremezcla de la aventura campesina–barrial de niñez y moza juventud, entretejida con los avatares del trabajo y, los cuentos fantasmagóricos que afloran de manera tan apasionada como espontánea: ese es Emiro Bravo, quien con mente inquisitiva, está al asecho del rastreo de innumerables anécdotas de los personajes que han desfilado, desde ya hace cuatro lustros, por este especie de sitio obligado de encuentro, llamado «Drive in Carantanta».

Quienes no lo conocen, podrían argumentar que su espacio de residencia está allí, pues día y noche se le encuentra en su «bunker», insinuando su carta gastronómica, que con gentileza de «paisa de travesía» ofrece —de manera indiscriminada— a todo quien haya sentido la necesidad de compartir un momento de jolgorio; de encuentro amoroso o furtivo; de negociación política o debate ideológico; o en fin, como posibilidad de encuentro con los amigos de marras para contar los misterios y las fábulas creadas por la propia realidad. Cuantas veces, en medio del etílico embriagador, no nos hemos descubierto afanosos explorando los vericuetos de nuestra incontrolable fantasía, pues también las drogas —como lo expresa el antropólogo Juan Cajas (2004: 168)— «otorgan seguridad y alimentan los impulsos para trascender más allá de las vidas mezquinas y nerviosas; son una invitación a navegar en el éter de las utopías» o, siguiendo la pluma de Antonio Caballero (2008: 124), asentir que:

A través del alcohol las cosas se ven de otra manera. Y se comunican también de otra manera. In vino veritas, en el vino está la verdad, se decía ya en tiempos de Plinio el Viejo. De allí que tantos poetas hayan sido inclinados a la bebida. El propio Homero, padre de todos ellos, andaba siempre tan ciego de vino que llegó a asegurar en sus versos que el mar era color de vino. Quería beberse el mar con todas sus sirenas.

A Emiro, se le suele encontrar consuetudinariamente como un «general en su laberinto», que recién llegado de la guerra, imparte órdenes perentorias a sus subalternos; quienes usualmente, nunca se lo toman en serio, pues ya conocen su incontrolable afán compulsivo por la inmediatez de las cosas. Pero, su característica esencial es la fe de en su propia existencia, esa actitud de vida que algunos peyorativamente denominan optimismo y que, justamente es una forma generosa, de hallarle el quite a la insensibilidad que la vida nos ofrece en el menú caótico de esta sociedad infernal de desencuentros y sin—asombros a la que asistimos.

Emiro, es de esos personajes que habla apasionadamente, porque no hay palabras, que dejen de manifestar los macabros escondites del alma. En sus monólogos, hondamente deja ver sus nostalgias del ayer, forjadoras de esa personalidad hibrida, entre lo cómico y lo trágico, que construyó a punta de tropezones, porque rastrear las ausencias y precariedades de vida, es también romper el hechizo de los años de misterio y desahogar el alma de las ausencias imponderables.

Seguidamente, al calor de un buen vino y para paliar esas ausencias existenciales, nada más saludable que la complicidad y condescendencia de los amigos; porque en estos casos, como sugiere Ismael Miranda, «vale más cualquier amigo, sea un borracho sea un perdido, que la más linda mujer» e, imbuidos por el ritmo de una sabrosa melodía dejamos trascurrir la noche bohemia. Las anécdotas trascendentales se colocan entre paréntesis, cuando hace presencia la música de salsa, que, con su danza transgresora y su lenguaje sensitivo, se constituye en alquimia curativa, en un ritual de comunión que exorciza las penas y las convierte en una forma pintoresca y apacible de ver pasar el tiempo y los años, que ya nos tocan los talones del primer cincuentenario.

El Drive in Carantanta, se ha erigido así, como lugar mítico, que sirve de punto de ebullición de toda nuestra loca fantasmal imaginación; sitio que recoge en sus fauces esos destellos esperanzadores de las errancias de vida; de ese instante inofensivo, que nos otorga la indulgencia para burlarnos de los demás y de nosotros mismos, sin el más mínimo asomo evidente de ofensa al desprevenido prójimo, pero sí con la certeza de conmovernos y reímos de las aventuras y locuacidades de su vitalicio propietario, que por suerte, se ha hecho recio y reacio a madurar para la seriedad; pues como él, cada uno de nosotros no deberíamos tomar la vida tan seria y racionalmente, anulando o dejando ir de paso ese pequeño niño que llevamos dentro y, más bien, arriesgarnos a perder un poco de tiempo para rendirle culto sacramental a la anormal y saludable irreverencia.

Fotos, antiguo Carantanta/ Yinner Bravo

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